domingo, 12 de agosto de 2007

Un día en la playa

Juanjo y yo estamos en esa edad estupenda donde los hijos no quieren ir contigo a ninguna parte y menos a la playa. Lejos quedó aquella época gozosa y entrañable de pelotas, castillos de arena, cubos, paletas y enterramientos de arena hasta el cuello. Ahora las pocas veces que vamos a la playa nos conformamos con echar una siesta a la sombra sin chamuscarnos.
Pero tenemos un perro y el remordimiento de dejarlo en casa nos puede, así que buscamos una playa grande salvaje y permisiva con kilómetros para no tropezar. Aunque la sociedad pone difícil el tema de perros y playa, encontramos una en la que no es necesario que te despeñes por ninguna pendiente ni matarte para llegar y emprendemos viaje. Decidimos ir preparados con la sombrilla, el gorro, la crema, la toalla y el agua dispuestos a pasar un día relajado entregados a la vitamina D.
El perro que no tiene conciencia del tiempo ni de nada, corre descubriendo por quinta vez, con la misma pasión que el primer día la inmensidad del mar; marca, salta y desfruta con la filosofía del “existo luego corro”. Mientras tanto yo intento estirar la toalla y dejarlo todo a mano para no moverme. Después de unas cuantas vueltas, por fin encuentro una postura que no va a ser la definitiva.
De repente comienza a soplar un aire que nos hace levantarnos para asegurar mejor la sombrilla y finalmente decido tirarme agarrada a ella con una mano para evitar que me entre arena en los ojos. En esto aparecen otros perros con ganas de hacer amigos y llenos de vitalidad comienzan los juegos de corro yo, corres tu, corremos todos. Decidimos levantarnos por turnos para que el animal no moleste a nadie con tanta carrera hasta que me canso. A punto de darle una pastilla para narcotizarlo y quedar tranquilos, lo ato a la sombrilla y comienzan las excavaciones en plan garimpeiro. Aguantamos sonrientes la arena que nos va tirando como un juego inocente sin percatarnos de que su objetivo era esconder un zapato en las profundidades de la tierra y hacerlo desaparecer.
La paciencia es una de esas virtudes que adquieres en la vida porque no te queda otro remedio. Llegamos a casa muertos y sin zapato.