jueves, 24 de abril de 2008

Marina Tsvetaeva (1892-1941)

No era alta: medía un metro sesenta y tres centímetros. Era de espalda ancha, cadera estrecha y cintura menuda como la de un muchacho egipcio. Sus pasos y movimiento eran ligeros, precisos y los contenía en presencia de otros.
El perfil de su rostro también era neto, preciso. Su cabello, castaño en su juventud, encaneció pronto, acentuando la luminosidad de su tez aceitunada.
Sus ojos eran verde uva, sombreados por largas cejas negras. Tenía manos fuertes y amaba los objetos robustos. Sabía relatar de manera espléndida, con su voz juvenil y sonora. Espartana en sus costumbres y parca en su alimentación, no rehuía la tentación del cigarro. Cuando estaba en Rusia fumaba Papirosy.
Se desvelaba y se levantaba muy temprano.Cada mañana ponía sobre su escritorio una tacita de café caliente y se ponía a trabajar como un obrero frente a su máquina. Era capaz de posponer cualquier cosa por la escritura, por la poesía.No amaba las flores, prefería las plantas silvestres y los árboles.
Este es el retrato de Marina Tsvetáieva, la gran poeta rusa nacida en 1892 y que se suicidó en 1941, que nos deja su hija Ariadna Efrón en su libro de memorias,
Marina Tsvetáieva, mi madre.