viernes, 7 de noviembre de 2008

El camello, el león y el niño.

El miedo a crecer esconde, de hecho, miedo a la soledad, miedo a ver y no ser visto, a comprender y no ser comprendido, a la lucidez y a su mayor capacidad para percibir las sombras, a la consiguiente des-ilusión —como la que trae consigo el descubrimiento de que el cómplice en la debilidad no es el verdadero amigo. El león no vive de ilusiones.
El camello no puede negar, no puede criticar; a eso denomina su “bondad”. No critica porque en su debilidad es incapaz de tolerar la crítica (quiere ser perfecto ante los demás), y cree que los demás son tan débiles y susceptibles como él. No da lo que no querría ni podría recibir. El león es más honesto; admite la crítica porque es capaz del “no”; no teme la divergencia o el enfrentamiento si ése es el precio de su autoafirmación, y cree que el otro es tan digno y fuerte como él para preferir la crítica sincera a la tibia alabanza. El niño, de nuevo, está más allá de ese dilema: sabe que, en último término, en su más íntima verdad, nada es correcto o incorrecto; sencillamente, es. Y porque es, está bien. ¿Por qué alabar una cosa frente a otra? En todo caso, habría que alabar la totalidad de la existencia indivisible. ¿Por qué rechazar una cosa frente a otra, si todo lo que es forma parte indisociable de la unidad de la vida? ¿Con qué medidas o criterios juzgar el todo, si el todo no deja nada fuera de sí?

Friedrich Nietzsche